Una historia con muchos pelos

Zeus - Archivo personal
Desde muy pequeño me gustaron los perros, no se si esta afinidad venía incluida en mi ADN o quizás fue influenciada por mi hermano mayor por allá en los buenos tiempos. Recuerdo por ejemplo cuando guiados por un libro suyo, intentábamos adiestrar a un cachorro de nuestra casa. En aquel entonces no existía el complejo deportivo ubicado frente al barrio Campamento, ni el centro comercial Campanario, ni mucho menos la vía que los une. Ese era uno de nuestros espacios de entrenamiento, ubicado al norte de al ciudad de Popayan. En otras ocasiones íbamos al parque del barrio Benito Juárez. Dentro de este proceso aprendí muchas cosas, entre otras, cómo llevarlo agarrando la cuerda con la mano izquierda. Como consecuencia de estas prácticas, me aficioné a sacarlo a pasear y de ahí en adelante a todos los demás que vendrían más adelante. Es por eso que durante mi adolescencia y algunos años después, en los fines de semana disfrutaba mucho de salir a trotar en compañía de mi perro.

La palabra mágica utilizada era "vamos". Al pronunciarla, entendía que íbamos a salir de paseo y entonces se ponía a ladrar como loco, a brincar y a dar vueltas por toda la casa. Intentar colocarle la correa era toda una proeza, pues en toda esa demostración de felicidad a la vez desfogaba una fuerza casi incontrolable en cuestión de dos o tres minutos. Por lo general debía colocarle el collar y la traílla antes de anunciarle que nos íbamos a dar una vuelta. Aunque como son tan entendidos, con solo verme con la ropa deportiva a punto de salir, ya empezaba a hacer grandes demostraciones de alegría. Por eso nunca debía pronunciar esta palabra si de verdad no iba a sacarlo, para no confundirlo, y en términos humanos, para no decepcionarlo. La ruta elegida consistía en atravesar una finca, cuya entrada quedaba sobre la vía hacia la iglesia de Belén, pasando por el famoso y desaparecido estadero Molanga. En otras ocasiones ascendíamos a la cima del cerro Las tres cruces. Con frecuencia iba en compañía de otros amigos, a quienes también les gustaba hacer ejercicio al aire libre y que a veces llevaban a sus perros.

Una vez ubicados dentro de la finca sin el peligro de los vehículos transitando por la carretera, le soltaba la correa y eso era felicidad pura para el perro. Empezaba a correr por todos lados dando vueltas, se adelantaba, se devolvía. A menudo encontrábamos en el camino algunas aves pequeñas, a las cuales perseguía y les ladraba con gran emoción. Estas tenían su plumaje de color blanco, negro y gris, eran muy ruidosas y agresivas, pues se le lanzaban en picada para lastimarlo, pero nunca lograban hacerle daño. Las esquivaba con gran habilidad y ese era un motivo de juego, por lo cual continuaba en su persecución. La razón de su agresividad es que anidan en el suelo y lo que ellas estaban haciendo era proteger a sus nidos. Esto lo vine a saber muchos años después por motivos de trabajo lo mismo que su nombre, alcaraván, ave de gran admiración dentro de la cultura llanera, a la cual un compositor araucano le dedicó una hermosa canción, "Alcaraván compañero". Pero en aquellos tiempos no conocía esto. Escasamente en mi casa le teníamos el agüero de que traían la lluvia; algo muy simpático, si se tiene en cuenta que en Popayán ha llovido siempre con mucha frecuencia. Al encontrarse con algún charco ahí se echaba revolcándose para de alguna manera refrescarse. Por supuesto terminaba con barro hasta en los bigotes, y al regreso después del descanso, tenía que pasar por el "departamento de limpieza": un baño con jabón y con manguera o agua tirada en el patio de mi casa.

Alcaraván - Fuente: lacoladerata.co
Tampoco podían faltar los perros que aparecían por el camino, a veces dentro de las fincas, y ahí me tocaba correr muchísimo para alcanzarlo y sujetarlo. Era demasiado arriesgado permitir que se involucrara en alguna pelea, pues detrás de un perro finquero estaba el propietario del área, quien sin conocernos nos permitía hacer los recorridos, entonces no podía darme el lujo de meterme en un problema bien grande.

De otro lado, estaban los que merodeaban las casas de los barrios por donde atravesábamos. Aquí también la cosa se complicaba mucho, dado que la mayoría de las veces, los perros aparecían detrás de una puerta, dentro de una ventana de esas antiguas muy grandes y con barrotes, o cruzando alguna esquina como ladrones asechando a sus víctimas. Es importante recordar las palabras de mi madre, quien siempre me decía "a los perros lo único que les falta es hablar", y era justo en este momento cuando sus palabras se hacían más reales que nunca: al encontrarnos de frente con un poderoso oponente suyo, en una fracción de segundo, mi perro volteaba la cabeza y me miraba como diciéndome: "compadre ¿y ahora qué vamos a hacer?" Mi reacción inmediata era tomar alguna piedra de la calle y tirársela muy cerca para asustarlo, nunca pretendía hacerle algún daño, o si había por ahí alguna lata de zinc tirada en el suelo, la hacía sonar duro para provocarle temor y que saliera corriendo. A veces ya venía preparado para esos encuentros. Durante mi recorrido por las fincas, había cortado alguna rama pequeña para defendernos en esos momentos de tanta angustia, pues la escaramuza con estos "pandilleros" era casi siempre durante el trayecto de regreso. La parte buena de todas estas experiencias, fue que con el transcurrir del tiempo aprendí a identificar donde estaban ubicados estos revoltosos y entonces lograba escabullirme de ellos transitando por otras calles, o evitando pasar justo debajo de la ventana o del balcón de aquel que con sus latidos lograba alborotar a todos los vecinos de su cuadra.

Cuando sus contrincantes no eran tan miedosos, o al menos tenían el mismo tamaño que mi perro, lo incitaba para que les ladrara. Todo su cuerpo se erizaba especialmente el pelaje alrededor del cuello, y en ocasiones, los correteábamos unos cuantos metros. Al final, cuando por fin lográbamos espantarlos, la expresión corporal del animal era tal, que se sentía como "el duro de la película", el protagonista que logró darles una paliza a los chicos malos de la serie. Esa era la energía que percibía de mi amigo de cuatro patas. En promedio gastábamos dos horas en cada travesía, llegando completamente extenuados a nuestra casa pero felices por la jornada cumplida.

Al construir estos párrafos, desempolvando los cajones del armario de mi memoria, llegan a mi mente las imágenes de Capuchina, Borg, Bruno, por supuesto Zeus, algunos de mis amigos peludos inolvidables, que hicieron parte de la historia que hoy les he narrado con inmensa emoción. Cuando les llegó la hora de irse para siempre, sentí una tristeza inmensa que me dejó muy arrugado el corazón, pero me quedó la satisfacción de haberlos querido y cuidado mucho y de haber disfrutado al máximo de su compañía.




Comentarios

  1. Que linda historia Juanca, la verdad se percibe el amor y cariño que le tenías a tus peludos, que se convierten en nuestros mejores amigos y compañeros !!

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  2. Igual... mi afición sentimental con los perritos que han hecho parte de mi vida. Gracias por tu historia bien contada, se la leeré a mi Nikolas, mi nieto.

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