El ángel de la guarda del carro rojo

Barrio La Candelaria, Bogotá
Aquella madrugada de junio de 1997, uno que otro fantasma revoloteaba por encima de los techos de La Candelaria en Bogotá. Casi cuando las agujas marcaban las cuatro de la mañana, Arturo se aproximaba caminando hacia su casa. Unos minutos antes, había estado tomando con unos amigos en un bar a pocas cuadras de ahí; celebraban la terminación de las grabaciones de una telenovela. Una de esas grandes producciones que paralizaban al país por aquel entonces. El taxi que lo llevaba, tuvo dificultades para encontrar la dirección de su residencia, dado que muy cerca de ahí había una cuadra cerrada por motivo de la restauración de la casa donde vivió Rafael Pombo. Así que tuvo que bajarse del vehiculo y continuar su recorrido a pie.

La soledad y semioscuridad de las calles era algo aterrador. Uno que otro farolito esquinero lograba mitigar el miedo que sentía, no obstante las copas de whisky que llevaba encima. La verdad es que iba medio "prendido". A pesar de su profesión, no acostumbraba a participar en la vida loca que llevaban muchos de sus colegas en esa época. Se tomaba sus tragos con responsabilidad sin pasarse de la raya. Faltándole unos pocos pasos para llegar a la esquina de su casa, pudo apreciar con extrañeza, que el farol había sido dañado a propósito, de tal forma que, cuando sintió como pisaba los vidrios rotos, dirigió por instinto  su mirada al piso, y de inmediato su corazón comenzó a latir a mil por hora. Un no se qué, quizás su subconsciente, le avisaba que algo terrible estaba por ocurrir.

De inmediato dos asaltantes salieron de la oscuridad, quienes, con cuchillo en mano, lo inmovilizaron contra la pared al tiempo que le gritaban obscenidades y le exigían que les entregara todo su dinero. Al no encontrar mayor cosa en su billetera, la botaron al piso y lo despojaron de su reloj. Ante la frustración por el botín tan pobre lo apuñalearon en la espalda. Dos heridas de muerte, una en cada pulmón. Los gritos desgarradores de dolor no se hicieron esperar y en fracción de segundos se desplomó y empezó a desangrarse. Un perro ladró dentro de una de las casas vecinas y en seguida los bandidos emprendieron la huida. Con demasiado esfuerzo y dolor, Arturo con sus manos temblorosas recogió su billetera, la guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta y logró ponerse de pie.

Mientras se balanceaba en su tormentoso caminar hasta su casa, apareció un carro rojo, un pequeño camión carpado. En medio de la oscuridad se escuchó una voz que le dijo:

- ¿Qué le pasó?
- Me apuñalearon en la espalda, -respondió con la voz muy débil.
- Rápido, súbase!

Sin pensarlo dos veces, abrió la puerta y se subió. Empezaba a perder el sentido. En medio de su somnolencia, le llamó la atención la calcomanía del Divino Niño que llevaba pegada encima del guardabarro. A toda prisa, el desconocido lo llevó hasta el Hospital San José. Ahí explicó lo sucedidio y desapareció. Los médicos activaron todos los protocolos para intentar salvarle la vida y por poco no lo logran. Las heridas eran muy profundas y había perdido mucha sangre. A primeras horas de la mañana siguiente, aparecieron su madre y su hermana, quienes luego de un largo viaje de tres horas, llegaron provenientes de un pueblo cercano a la capital.

Contrario a lo que uno podría imaginarse, Arturo no era un actor de gran reconocimiento nacional, no había tenido su primer protagónico; era sencillamente un actor de reparto, y su salario era modesto. Estaba estudiando teatro y ya había tenido algunas participaciones en algunas series, y ahora se preparaba para comenzar a escalar en su carrera con esta telenovela. Gabriela, su hermana, se puso en contacto con sus amigos más cercanos, los de la rumba del día anterior y les contó lo sucedido. Unas horas más tarde, ellos en conjunto con diez compañeros más, poco a poco, fueron presentándose en el hospital para donar sangre, pues las existencias habían sido agotadas.

La solidaridad no paró ahí, fue creciendo con el transcurso de las semanas y los meses. Entre todos los integrantes de la producción hicieron una cuantiosa colecta, con la cual sufragaron los gastos de las tres cirugías que le realizaron a Arturo a lo largo de los cinco meses que tuvo que estar internado. Los ejecutivos de la programadora filtraron a los medios, un accidente doméstico para evitar el acoso de la prensa amarillista: un resbalón en el baño, cuya consecuencia fue una leve fractura de un brazo. Una corta nota con esta referencia apareció en las revistas de farándula y en el periódico El Espectador. A principios del mes de diciembre Arturo salió del hospital, y un mes después, terminó las terapias a las cuales tuvo que someterse, para poder retomar su vida con toda normalidad.

A mediados de enero del nuevo año se estrenó la telenovela, y de acuerdo con los pronósticos, empezó a ganarse el cariño y la admiración del público nacional. Así las cosas, Arturo comenzó a recibir regalías sobre la produccion, mejorando un poco su calidad de vida. Entregó la casa que tenía alquilada en La Candelaria y se cambió a un apartamento más cómodo en Teusaquillo, en un sector conocido como “el Hollywood colombiano”, porque muchos de sus colegas y otros artistas vivían ahí. Su vida dio un vuelco total, comenzaron a aparecer nuevos proyectos, y siempre con el profesionalismo que lo caracterizaba, empezó a cumplir con sus compromisos.


Desde el día que salió del hospital, tenía claro que debía encontrar al desconocido que le salvó la vida, aquel ángel guardian del carro rojo que apareció de la nada aquella espantosa noche. En enero de 1998 comenzó su búqueda. Una tarea durísima, pues no sabía absolutamente nada de su benefactor. La única señal que recordaba y que recordó siempre en sus meses de convalecencia en el hospital, era la calcomanía del Divino Niño pegada muy cerca del guardabarro derecho. Empezó por solicitar autorización a la direccion del Hospital San José, para pedir información a la empresa de vigilancia. Eso tomó su tiempo y al cabo de unas semanas recibió el permiso correspondiente. Visitó las instalaciones de la empresa, y luego de una serie de llamadas, le informaron que debía entrevistarse con Carlos Gutierrez, el Jefe de Personal, o simplemente con Gutiérrez. La usanza de nombrarse tan solo por el apellido, es herencia de la vida militar que todos los miembros de este tipo de empresas han tenido. Al principio, don Carlos, como lo llamaba Arturo, mostró mucha resistencia en revelarle el nombre de la persona de turno en aquella noche. En una cita posterior le contó su historia. Le explicó lo importante que era para él poder ubicarlo. Pieza clave para empezar su investigación. Sin embargo, don Carlos, se tomó con calma la revisión de las bitácoras de junio del año anterior, y tres semanas después tras una llamada, le informó que su nombre era Alvaro Valbuena, de quien le dio el número telefónico de su casa en Soacha.

Durante una semana estuvo llamándolo, pero nadie contestaba el teléfono, ni en las mañanas ni en las tardes. Entonces llamó el jueves siguiente por la noche y finalmente pudo comunicarse. Valvuena le explicó que había comenzado un nuevo trabajo en un edificio, y durante esas dos semanas sus turnos eran en el día. Como vívía solo, no había nadie quien respondiera sus llamadas. El sábado siguiente fue a visitarlo a su casa. Valvuena no le dio buenas noticias. Ante la urgencia de los acontecimientos de esa noche, el hombre del carro rojo nunca se identificó, simplemente había contado a los médicos de turno, las condiciones en las que lo había encontrado; rapidamente se montó en su vehículo y desapareció. En la bitácora de esa madrugada, no había quedado registro de ninguna placa o número de cédula que pudiese servir de punto de partida para encontrarlo.

Un poco decepcionado por no tener nada de donde arrancar, continuó con entusiasmo preguntando en los alrededores de su antigua casa, si alguien había visto ese camión rojo con la imagen religiosa en su costado derecho. Repartió algunos volantes en las tiendas y en restaurantes cercanos a la Biblioteca Luis Ángel Arango; también pegó algunos de ellos en varios postes del sector. Luego de varias semanas no había recibido ninguna noticia, ni en el teléfono de su casa ni en el de su trabajo. El calendario señalaba la primera quincena de octubre, cuando luego de terminar la tercera temporada de una exitosa obra de teatro, decidió colocar un aviso en el periódico El Espectador.

Su ángel guardián se llamaba Ricardo y se ganaba la vida haciendo acarreos con su camión. Era un hombre sencillo y de una generosidad inmensa. Vivía a las afueras de Zipaquirá en una modesta casa con su esposa Emilia y su pequeño hijo Samuel. La mayoría del tiempo lo pasaba en Corabastos en Bogotá, a la espera de transportar víveres hacia algunos mini mercados del sector o de barrios aledaños al mismo. Le iba bien. Era muy recomendado por su honestidad, por lo cual, un grupo muy selecto de clientes, semanalmente lo tenían en cuenta para el suministro de sus negocios. Tenía un carácter muy reservado, no acostumbraba a contarle a todo el mundo sobre sus alegrías o sus tristezas. Por obvias razones, contaba con pocos amigos, pero todos muy leales. Los viernes cada quince días, acostumbraba a pasar por el negocio de doña Gertrudis en Zipaquirá, en donde realizaba la compra del mercado de su casa. Mientras le cargaban su vehículo, le encantaba sentarse a comer una porción de las deliciosas empanadas que hacía su comadre, acompañadas de una buena dosis de ají y gaseosa. Tenían gratas conversaciones, sobre sus hijos, el fútbol, deporte que a ambos les apasionaba, o las noticias de más impacto del momento. A ella le gustaba mucho escucharlas en la radio.

En la madrugada del 18 de diciembre de 1998, Ricardo tuvo un sueño espantoso. Cuando llevaban a Arturo en la camilla rumbo al quirófano, este lanzó un grito desgarrador y luego murió. Unos minutos después, los médicos desconsolados confirmaban la noticia. Luego de despertarse con las manos temblorosas por el impacto y el realismo de las imágenes, cayó en cuenta que ese día se cumplían dieciocho meses de la trágica noche. Su angustia aumentó al percatarse que nunca se había preocupado por averiguar, sobre la suerte de aquel hombre malherido que dejó ese amanecer en el hospital y cuyo rostro no recordaba con certeza. Ese viernes al regresar pasó por el negocio de doña Gertrudis según lo acostumbrado, y decidió contarle el secreto que había guardado durante tanto tiempo.

Sucedió que el día anterior a los hechos, él había ido a entregar una mercancía a un comerciante en el centro de la ciudad. En la tarde aprovechó para visitar a su tía Magdalena, a quien no había visto desde hace dos años y vivía a unas cuadras del lugar de la entrega. Ante una visita tan inesperada, y luego de varias horas de agradable conversación, los primos, la tía y su esposo, lo convencieron para que se quedara a dormir esa noche con ellos. Al día siguente se levantó muy temprano, y justo a las cuatro de la mañana ya se encontraba rodando por las calles de La Candelaria rumbo a Corabastos.

El aviso de prensa fue publicado todos los sábados desde mediados de octubre hasta diciembre de este año. El lunes 21 de diciembre, cuando uno de los trabajadores de doña Gertrudis se disponía a envolver unos aguacates para la venta, vio la noticia y de inmediato le informó a su patrona, quien sin pensarlo dos veces, llamó al número telefónico que habían publicado y conversó con Arturo. Él no lo podía creer. Con voz entrecortada por las lágrimas, le expresó la emoción tan grande que sentía. Llevaba un año buscándolo. Entonces acordaron un encuentro para el día siguiente en la casa de su amigo. Ella se encargó de informarle a través de su esposa. En la noche cuando Emilia le hizo el reclamo por haber guardado este secreto tanto tiempo, Ricardo estuvo a punto de desmayarse por el impacto de la noticia. Al recuperarse y con el rostro lavado en lágrimas, le pidió perdón y le prometió que nunca más tendría secretos con ella. Al día siguiente, Arturo finalmente encontró su ángel de la guarda del carro rojo. Se abrazaron y lloraron varios minutos. Luego del suculento almuerzo que les preparó Emilia, Arturo invitó a Ricardo hasta un concesionario en el centro de Bogotá y ahí le entregó las llaves de un carro nuevo.


Comentarios

  1. Que historia tan emocionante, te tiene todo el tiempo ahí concentrado, a esperar que va pasar!! Me gustó mi. O Juanca te felicito, escribes muy bien!!

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  2. Muy Linda historia, que emocionante , es una historia que muestra la gratitud infinita por quienes marcan tu vida y te hacen el bien.
    Felicidades Don Juan Carlos

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